miércoles, 11 de agosto de 2010

LAS LIBRERÍAS


Llueve. La boca hirviente del subte me empuja hacia la superficie con su lengua de escalera mecánica. Aunque no quisiera salir, salgo. De modo que mis primeras palabras al ver la luz son Hotel Bauen, dado que es lo primero que veo al salir de la estación Callao del subte B. Y la noticia, como dije, es que llueve. Justo antes de bajar al intraterreno pensaba en la recurrente innecesariedad de mi paraguas, en su nulo sentido de la oportunidad. Pero ahora llueve. De todos modos es una de esas lluvias desganadas que suelen caer sobre Buenos Aires y que no sirven para cambiar los destinos de los paraguas olvidados en el fondo de las carteras femeninas.
Como sea, hay un problema. No hay modo de llegar temprano a un sitio si no se cuenta con los minutos que me detendré en cada librería de viejo sobre la calle Corrientes. Es una debilidad ancestral la mía que no puedo ni pretendo evitar. Allí estoy. Tratando de comprender por qué los libros del tercer estante no deben tocarse. Quiero saber varios precios del segundo estante y por las dudas llamo al librero. “Esto es como un supermercado”, me indica. “Se toma el libro y se fija uno el precio en la primera o segunda página”. Lo miro con una de esas miradas mías que advierten que yo puedo ser más irónica si quiero. Pero me está hablando en serio. “En el tercer estante eso no es posible porque si observa, se produciría un efecto dominó inmediato”, dice. Y es altamente probable, ahora que observo bien. “No faltará un desprevenido”, le digo. “No, nunca falta uno y me revienta”, concluye. Ahora surge un nuevo problema. No entiendo el número que indica el precio en la segunda página de modo que debo volver a llamar al librero y nos hacemos amigos. “No paro de molestarlo”, me disculpo. “Me encanta”, contesta, y me asesora y se va. Valoro esa actitud servicial y distante a la vez. Tengo aversión por los vendedores moscardones. Me dan fobia, sépanlo la próxima vez que me muestre muy maleducada.
Finalmente voy al mostrador con mi compra. “Ah, apareció algo”, se alegra. “Apareció mucho más de lo que me llevo, naturalmente”, le digo. Y efectivamente, han quedado ahí durmiendo en el segundo estante, ejemplares mínimo para tres o cuatro visitas como ésta. Les he susurrado, “espérenme ahí, quietos, que nadie les ponga una mano encima, son míos” y secretamente he confiado en que así será, aunque ya sabemos que eso sólo ocurre en las películas. Me llevo un Miller (Henry, aunque un Arthur estaría muy bien también) que hace años presté y no me devolvieron, Las aventuras de Tom Sawyer para mi hijo dentro de unos años y Los Idolos, de Manucho Mujica Láinez. En la vitrina de la caja, junto a billetes y monedas de colección, veo un pequeño papelito rosado con una cita de Anatole France avalando el robo de libros. “No estoy de acuerdo”, le digo al librero, señalando el papel. “Yo tampoco”, me contesta. En ese momento crucial tomo la decisión: Ya no prestaré.
El librero, -ahora que estamos frente a frente lo confirmo-, huele mucho a vino. Es un aliento reconfortante, que va con el ambiente y me llena de evocaciones. Hablamos un rato. Percibo que se demora de más en buscar una bolsa, me pregunta si debo viajar lejos con el paquete, se detiene en un nudo doble. Mientras, me transmite técnicas de recuperación de libros prestados/perdidos (a esta altura concordamos en que el hecho es un claro delito de hurto). Hay pocas cosas sagradas y cada quién tiene su inventario, pero supongo que entre éste hombre y yo, los libros y la bebida estarían en un lugar privilegiado.
Con sus manos blancas y lentas, el librero se detiene en cada uno de los libros que he comprado, mirándome luego cada vez. Me hace preguntarme cuánto tendrán que ver éstos libros conmigo y creo que él trata de saberlo también, porque corona el ritual con un asentimiento de cabeza. Me ha dado su bendición. O a los libros. Me hace la cuenta con ademanes, haciendo aspavientos cuando le hago notar que me está cobrando unos pocos pesos de menos. Y ya con mi paquete en mano, seguimos hablando aún unos instantes de cosas nimias y nos ponemos muy lejos de esos fantasmas que entran sin saludar, recorren y se van sin decir una palabra ni hacer una pregunta, que son los mismos que a menudo tiran todos los libros del tercer estante al suelo y avergonzados tratan en vano de volver a ordenarlos… justo en este antro de palabras alineadas, donde reina este hombre de aliento a vino y ya no llueve afuera, y otra vez llego tarde a todas partes por demorarme en la librería.

3 comentarios:

  1. Un gusto leerte. Pasé por aquí por recomendación de tu primo Robertito, amigo mío.
    Lamento (tal vez no) confesar que soy un ladrón de libros; bastante torpe, cero profesional, pero conseguí ediciones hermosas de Cortázar, de Sartre, y unos cuantos libritos de Anagrama... Igualmente de a dos es más fácil, uno se queda hablando con el viejito que huele a vino y el otro "ordenando" los libros del 3er estante.
    Hasta luego.

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  2. Bueno... tengo cierta debilidad por las causas justas y nadie negaría que tus botines lo son y mucho.Ya sabés que me gusta charlar con los libreros, avisame. Gracias por pasar y dejar tu comentario. Lo valoro inmensamente. Sos muy bienvenido. Hasta pronto.

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  3. http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/espectaculos/4-21527-2011-04-28.html

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