jueves, 21 de octubre de 2010

Ultimo Brindis (Borrachos, pero con flores).


Por aquel apretadísimo abrazo que nos dimos en la cocina del viejo Café de los Poetas. Por su ansiosamente esperada presencia siempre, su expresión desbordada de pelo revuelto y whisky, hermosa y viva. Por la emoción de mi padre escuchando "El viejo", sus palabras de amoroso aliento a un animal que da a luz, enseñando la vida de todos los modos posibles y la muerte, con la suya propia. Por quien me colgó un viejo walkman en un tren La Plata-Constitución y le dio play a "Angelitos", haciéndome un regalo que duraría para siempre. Por las noches frías y llenas de locura en que su voz encendía el fuego en el estéreo de un auto y la luna roja crecía desde el río iluminando en la distancia a Juan Lacaze, o tal vez una playa cubierta de ranas. Por las mañanas de mi verano más triste en que "P'al abrojal" me tiraba afuera de la cama. Por haberme traído el olor de los chupines populares y el de la pintura con que calafateaba el Perico Alcasotro. Por esa desmesura de carnaval de parches y palmas y seres simples de la que tanto aprendí entonces en clubes, bares y teatros pequeños y llenos de locos... tan parecida a la felicidad.
Por haberme enseñado que a la muerte se la putea, siempre.
Por tantos, tantos recuerdos que hoy se vuelven dulces puñales. Por vos, querido Saba, hasta que volvamos a vernos.

José Carbajal, El Sabalero. Uruguayo.
Juan Lacaze, 8 de Diciembre de 1943- Villa Argentina, Canelones, 21 de Octubre de 2010.
"Jamás una muerte mansa"
Mural.
Juan Lacaze, Uruguay.

miércoles, 11 de agosto de 2010

LAS LIBRERÍAS


Llueve. La boca hirviente del subte me empuja hacia la superficie con su lengua de escalera mecánica. Aunque no quisiera salir, salgo. De modo que mis primeras palabras al ver la luz son Hotel Bauen, dado que es lo primero que veo al salir de la estación Callao del subte B. Y la noticia, como dije, es que llueve. Justo antes de bajar al intraterreno pensaba en la recurrente innecesariedad de mi paraguas, en su nulo sentido de la oportunidad. Pero ahora llueve. De todos modos es una de esas lluvias desganadas que suelen caer sobre Buenos Aires y que no sirven para cambiar los destinos de los paraguas olvidados en el fondo de las carteras femeninas.
Como sea, hay un problema. No hay modo de llegar temprano a un sitio si no se cuenta con los minutos que me detendré en cada librería de viejo sobre la calle Corrientes. Es una debilidad ancestral la mía que no puedo ni pretendo evitar. Allí estoy. Tratando de comprender por qué los libros del tercer estante no deben tocarse. Quiero saber varios precios del segundo estante y por las dudas llamo al librero. “Esto es como un supermercado”, me indica. “Se toma el libro y se fija uno el precio en la primera o segunda página”. Lo miro con una de esas miradas mías que advierten que yo puedo ser más irónica si quiero. Pero me está hablando en serio. “En el tercer estante eso no es posible porque si observa, se produciría un efecto dominó inmediato”, dice. Y es altamente probable, ahora que observo bien. “No faltará un desprevenido”, le digo. “No, nunca falta uno y me revienta”, concluye. Ahora surge un nuevo problema. No entiendo el número que indica el precio en la segunda página de modo que debo volver a llamar al librero y nos hacemos amigos. “No paro de molestarlo”, me disculpo. “Me encanta”, contesta, y me asesora y se va. Valoro esa actitud servicial y distante a la vez. Tengo aversión por los vendedores moscardones. Me dan fobia, sépanlo la próxima vez que me muestre muy maleducada.
Finalmente voy al mostrador con mi compra. “Ah, apareció algo”, se alegra. “Apareció mucho más de lo que me llevo, naturalmente”, le digo. Y efectivamente, han quedado ahí durmiendo en el segundo estante, ejemplares mínimo para tres o cuatro visitas como ésta. Les he susurrado, “espérenme ahí, quietos, que nadie les ponga una mano encima, son míos” y secretamente he confiado en que así será, aunque ya sabemos que eso sólo ocurre en las películas. Me llevo un Miller (Henry, aunque un Arthur estaría muy bien también) que hace años presté y no me devolvieron, Las aventuras de Tom Sawyer para mi hijo dentro de unos años y Los Idolos, de Manucho Mujica Láinez. En la vitrina de la caja, junto a billetes y monedas de colección, veo un pequeño papelito rosado con una cita de Anatole France avalando el robo de libros. “No estoy de acuerdo”, le digo al librero, señalando el papel. “Yo tampoco”, me contesta. En ese momento crucial tomo la decisión: Ya no prestaré.
El librero, -ahora que estamos frente a frente lo confirmo-, huele mucho a vino. Es un aliento reconfortante, que va con el ambiente y me llena de evocaciones. Hablamos un rato. Percibo que se demora de más en buscar una bolsa, me pregunta si debo viajar lejos con el paquete, se detiene en un nudo doble. Mientras, me transmite técnicas de recuperación de libros prestados/perdidos (a esta altura concordamos en que el hecho es un claro delito de hurto). Hay pocas cosas sagradas y cada quién tiene su inventario, pero supongo que entre éste hombre y yo, los libros y la bebida estarían en un lugar privilegiado.
Con sus manos blancas y lentas, el librero se detiene en cada uno de los libros que he comprado, mirándome luego cada vez. Me hace preguntarme cuánto tendrán que ver éstos libros conmigo y creo que él trata de saberlo también, porque corona el ritual con un asentimiento de cabeza. Me ha dado su bendición. O a los libros. Me hace la cuenta con ademanes, haciendo aspavientos cuando le hago notar que me está cobrando unos pocos pesos de menos. Y ya con mi paquete en mano, seguimos hablando aún unos instantes de cosas nimias y nos ponemos muy lejos de esos fantasmas que entran sin saludar, recorren y se van sin decir una palabra ni hacer una pregunta, que son los mismos que a menudo tiran todos los libros del tercer estante al suelo y avergonzados tratan en vano de volver a ordenarlos… justo en este antro de palabras alineadas, donde reina este hombre de aliento a vino y ya no llueve afuera, y otra vez llego tarde a todas partes por demorarme en la librería.

martes, 29 de junio de 2010

Polo dixit


"Hay algo peor que la angustia de la página en blanco. Algo peor que no tener ninguna historia que contar: es haber oído demasiadas y no poder olvidarlas."

Fabián Polosecki

viernes, 11 de junio de 2010

BARES DE ESTACION

En estos bares siempre es de noche
Y siempre canta un tren cercano
Llegando o alejándose de la estación
Cemento, hierro y mierda de palomas
Aquí es usual que sea la única mujer
O una de las dos o tres
Y no hay más
Ni siquiera una que grite por el hediondo baño
Y la cerveza está helada
Siempre
Y es lo suficientemente barata,
Siempre
Y un tipo en la barra gesticula
Y la voz le sale de un agujero en el cuello
Un agujero como un ojo
Que increpa a los que aún tienen garganta
Y callan
Con sus propias gargantas ardiendo de alcohol
Con sus enrojecidos rostros,
Sus manos miserables, vacías
Poco que perder
Mucho que beber
Habíamos decidido tomar un café
Pero vino el mozo y dijimos
“Una Quilmes”
Y esa fue sólo la primer botella
Y afuera anocheció realmente
Y un viento helado entraba por la puerta
Cada vez que alguien llegaba,
O se iba
Como los trenes.

martes, 18 de mayo de 2010

DOMESTICANDO A MI MEMORIA

Mi memoria, esa pequeña jaula en cuya puerta un vigía dorado muestra los dientes. Ese lugar que se empeña en guardar todo tal cual fue, y se bate a duelo permanente contra idealizaciones, negaciones, incompletudes y otras deformaciones. A menudo suelo increpar a mi memoria. Por qué no puedo recordar aquella noche con todos sus detalles. Cómo llegué a aquel lugar. Qué sentí la primera vez que lo vi. O cómo recupero en su totalidad el recuerdo de la última vez que nos vimos sin saber que sería la última. Por qué se empeña en devolverme olores nauseabundos que quisiera perder, por qué me devuelve a veces un instante de tenebrosas lágrimas o aquel momento en que quise que, literalmente, la tierra me tragase. Recuerdo todos los nombres, apellidos y rostros de mis compañeros de primaria y secundaria de dos colegios distintos, la agenda semanal de toda mi familia, el turno del médico en dos meses. Jamás donde dejé las llaves. A qué viene recordar que un 15 de agosto perdí la virginidad, el número de teléfono de alguien que terminé odiando o el precio de una cosa hace varios cambios de moneda.
Quién puede entender los vericuetos de la mente en que la memoria se enreda, se detiene o se diluye. Pensaba en todo esto hoy, tratando de encontrarle una explicación a los límites y los obstáculos con que choca todo el tiempo la construcción de una memoria colectiva, esa de la que tanto se habla y tan poco se sabe. Mi memoria se sienta en mis convicciones y le viene bien el descanso, es un lugar apacible donde tomarse cinco minutos y un té con su amiga la conciencia tranquila.
Mi memoria está conminada a no olvidar ciertas cosas. Yo la conmino, le ordeno, la amenazo. La obligo en primer término, a permanecer, manteniéndose indemne a las enfermedades modernas que borran la caja negra dejándonos vacíos. Le recuerdo que me recuerde mi miedo al ridículo y a la estupidez, mi hartazgo del dolor, mi capacidad de comprender y amar, mi negación rotunda a la intolerancia y el irrespeto. En un ejercicio desmesurado hasta la obligo a objetivizarse, palmeándola cuando se sonroja al recordarme lo tonta que fui aquella vez cuando callé. Y como soy solidaria, al límite de sus fuerzas le ruego encima que resguarde mi conciencia civil, mi responsabilidad social, mi compromiso. En fin, de mi memoria espero que sea lo bastante honesta con ella, conmigo y con todos, que siga siendo una chica buena y dócil, que no me olvide nunca.

Mi vieja Olivetti


Foto de mi vieja Olivetti, tomada por Rita Haile.
Año incierto, era de la locura.

sábado, 15 de mayo de 2010

ALEJANDRA PIZARNIK

"Esperando que un mundo sea desenterrado por el lenguaje, alguien canta el lugar en que se forma el silencio. Luego comprobará que no porque se muestre furioso existe el mar, ni tampoco el mundo. Por eso cada palabra dice lo que dice y además más y otra cosa."

viernes, 14 de mayo de 2010

"El otro lado" en REVISTA SUDESTADA





http://www.revistasudestada.com.ar/web06/especiales.php3?id_rubrique=56&id_rubrique2=121&id_rubrique3=118

http://www.revistasudestada.com.ar/web06/article.php3?id_article=686

EL OTRO LADO


A Fabián Polosecki (periodista)


Visitante bohemio remendado con cuero,
la sombra en la pared
recorta el vaso de su alcohol de sueños.
Aferrado a ese fierro
en penumbras de subsuelo
se va por los andenes,
y les pregunta a los guardias por la muerte.
Escribe historias, las camina
con ojos de historietas
que escupen blanco y negro en las paredes.
“Imagina el final”,
reza el último cuadro.
Final de hilachas frías
que arrastra el San Martín por los bellos durmientes.
Y lo extrañan las villas y los circos,
los motoqueros, los montoneros
y los fantasmas del Abasto.
Las monjas, los farsantes,
los dandys decadentes,
las vías, los mataderos
y hasta los cementerios lo buscan
abandonados, solos
rugen por otra historia y desde el otro
vacío y oscuro lado de la mesa
le sacan la tijera que le cortó en jirones
el fierro, las palabras,
el humo y la tristeza.

domingo, 18 de abril de 2010

sábado, 17 de abril de 2010

Siete menos cuarto





Hay un maldito agujero en el mantel

por donde se van las ganas de todo.

La carne es débil, la cerveza fría, el sol inminente.

La dueña te mira muy fijo y sus ojos dicen

"Ya cerramos".

Sabe que no te estás moviendo porque no podés.

No es sólo querer.

Lo sabe, porque te ha estado envenenando toda la noche.

Una noche larga que ha sido pura espera

y el deseo se escurre como arena entre los dedos.

Los deseos no se matan con alcohol.

Se los anestesia un poco, se los marea

y se los entierra vivos en algún lugar del jardín de tu casa

donde luego crecen las mejores rosas del barrio.

En eso estás cuando la mujer se para a tu lado

con la mano estirada.

Pagás de más y salís.

Y la gente que va para el trabajo

te mira con esos ojos despreciables

en la horca de sus corbatas

en el gris mundo de su pequeña mente.

Tal vez debería escribir esto, pensás.

Y apurás el paso.



Final en una habitación de ocho dólares de Avenida Vermont


Tu amor es una calle incierta,
un laberinto.
Un imposible.

Es la sal en mi herida,
mi espejo.
Un puente hacia mí.

Si pudiera callar,
encerrarlo,
ponerle una mordaza de besos.

Tu amor mareo.
Arena.
Caricias, secretos.

Tu amor de tardes rotas,
de relojes malditos
de inútiles adioses.

Si pudiera beberlo.
Hacerlo de mi sangre.
Guardarlo para siempre.

Tu amor, pospuesto,
clausurado.
Amor de comodines.

Tu amor vida o muerte.
Tu amor irreversible.
Tu amor eterno.

Si pudiera reír en lugar de llorar.
Si pudiera cantar cuando debo olvidar.
Si pudiera quedarme cuando debo partir.